Sunday, December 8, 2013

6 de Diciembre, naufragio

En la vida de todos y cada uno de nosotros existen momentos de inflexión. Conforme crecemos y adquirimos responsabilidades, buscamos apoyo para sostener las mismas en la estructura de mayor estabilidad que ha creado jamás la mente humana: la costumbre. Esa costumbre, traducida en el día a día como rutina, es la base de la que parten todos los hilos de aventuras que viviremos a lo largo de la jornada -o de la semana, o del mes- y también la base a la que ineludiblemente vuelven una vez finalizado su vuelo. Es un fondo de garantía, una plataforma flotante sobre el océano que nos permite impulsarnos y saltar -adquiriendo la experiencia del salto, sintiendo la adrenalina de la subida-, para luego ser arrastrados de nuevo hacia abajo por la inevitable gravedad de las cosas. Y así, vuelta a empezar.

Pero la rutina no es una mera ficción que creamos a partir de la nada, necesita una serie de materiales que ayuden a conformarla. Algunos de estos materiales o piezas fundamentales son físicos -una residencia fija, un grupo más o menos estable de amigos-, otros más intelectuales -gustos, inquietudes- y, finalmente, tenemos los emocionales. Cada uno de nosotros construye su rutina con un entresijo de estas materias primas, en las proporciones acordes a sus ideales -y, por supuesto, también a su contexto sociocultural, ya que no todo el mundo puede elegir su residencia ni la ideología en la que le instruyen desde pequeño-. El resultado de todo esto es una estructura variopinta y llena de esquinas y huecos que a efectos sirve de escudo frente a la lluvia y el viento, pero también como lugar de reunión con uno mismo, como espacio para la reflexión y como sustrato de nuevas modificaciones puntuales que el arquitecto -esto es, cada uno de nosotros- quiera efectuar sobre sus paredes.

Pero, como decía al principio, siempre aparecen momentos de inflexión. No somos conscientes de que aquella materia emocional que utilizamos en la construcción de nuestra rutina -todos esos sentimientos y amores, platónicos o reales, que decidimos plantar para que sus raíces estabilizasen su estructura- es altamente inflamable, por mucho que la cubramos de capas y capas de pintura y cemento. Nos acostumbramos a un amor -a una obsesión platónica, más bien- conscientes de su la imposibilidad de su realización, ya que la negación categórica es algo tan duro que ayudará a nuestra construcción a resistir golpes vengan de donde vengan, hasta que finalmente el golpe viene de dentro. Nos habíamos equivocado. Resulta que lo imposible no existe, que las leyes de la naturaleza no se aplican a la psicología humana y, por tanto, nos movemos en un universo de probabilidades. Aquella negación categórica que nos había acompañado durante dos años, que fue a veces lo único que dio sustento a nuestra rutina y de la que dependieron el resto de historias que vivimos en ese tiempo, esa negación de repente se vuelve afirmativa. En dos horas, de la forma más inesperada, los astros caen de golpe sacudiendo la azul superficie en la que flotaba nuestro refugio, invadiendo los espacios, anegando la cubierta y condenando la construcción al mismo final que el del famoso trasatlántico inglés. 

Los hierros que sujetaban nuestra rutina se transforman en agua, azules como la profundidad de esos ojos que han causado el desastre. Caemos al mar, porque ya no hay donde sujetarse, y al contacto con las enfurecidas olas nuestro corazón empieza a latir desbocado. El miedo se apodera de nosotros mientras vemos hundirse, a nuestro lado, todas nuestras conjeturas y conclusiones que finalmente no han servido para nada. Y entonces cerramos los ojos y nos dejamos arrastrar por la corriente, flotando entre todas esas estrellas que acaban de desprenderse -tan lejanas un día que creímos que jamás podríamos tocarlas-. 

Ha llegado el momento de inflexión. La tempestad amaina, las turbulencias se desvanecen y, flotando tranquilamente, desnudos sobre el cristal marino, sentimos -por primera vez desde hace mucho tiempo- la calidez de un rayo de sol sobre nosotros. Esa luz que las paredes de nuestro refugio -de nuestra rutina- eclipsaban para mantener toda la construcción a flote.

Una luz que nos encuentra cuando hemos dejado de buscarla, aunque sin saberlo, en secreto, siempre fue el destino de nuestro viaje.

Wednesday, July 17, 2013

Volver atrás es seguir adelante

Ayer viví uno de esos momentos -momentos que, en realidad, duran horas, pero que al terminar dejan una sensación fácil de concentrar en unos milisegundos- que te hacen pararte y redescubrir tu pasado. Fue una conversación con alguien (sin entrar en más detalles) con quien hacía tiempo que no hablaba. O dicho de otra forma, fue una invitación a volver a mi yo de hace un mes y revivir las dudas y emociones que me recorrían entonces. ¿Quién necesita una máquina del tiempo cuando las palabras pueden obrar la misma magia?

Admiro el poder de las dudas; al volver a ese yo tan inmerso en un mar de las mismas pude comprobar de nuevo la energía que infunden a la vida, como baterías eléctricas bipolares que estimulan -para bien y para mal- las fibras de nuestra existencia, haciéndonos vibrar. Ahora no concibo posible haber vivido este mes entre tanta estabilidad; es como un mes perdido, totalmente susceptible de olvidarse. Me siento renacer, veo como mi interior se configura de nuevo buscando la antigua y familiar sensación de balanceo entre los millones de posibles futuros que me esperan.

Wednesday, January 30, 2013

30 de Enero

Hace demasiado tiempo que no me paso por aquí. Por lo menos, demasiado sin dejar constancia de ello, ya que tengo el blog lleno de borradores escritos entre entrada y entrada, que nunca llegarán a publicarse. Ahí están, semiescondidos, esperando el día en que una extraña curiosidad me empuje a abrirlos de nuevo y empaparme de sus recuerdos, como si hubieran sido relegados a una función más modesta de la que originalmente estaban destinados a tener.

¿Existe la felicidad vacía? Es la única manera de describir cómo me siento estas últimas semanas. Felicidad vacía... un estado de bienestar en todos los aspectos de la vida -desde lo material hasta lo afectivo, pasando por lo intelectual- que, sin embargo, no produce sensación de plenitud, ni sonrisas al despertar, ni ataques de alegría injustificados. Una especie de programa perfecto que garantiza los puntos básicos para una "buena vida" pero te deja siempre con ganas de más. Y así paso los días, cumpliendo con mis obligaciones y cultivando todo aquello que considero importante en mi vida, con cuidado de que todo esté pulcramente ordenado.

Pero llega la noche y se cuela entre las mantas un frío que no tiene que ver con la temperatura, pero con un efecto parecido. Me encojo sobre mí mismo, me tapo hasta arriba y evito pensar. Porque pensar siempre es el mayor problema en estos casos. Piensas, piensas, pero no llegas a ninguna conclusión. Te adentras en caminos que acaban en una gran nada vacía, que te recuerda aquellos años en que pensar antes de dormir era la causa de una angustia existencial desesperada. Y así, sumergido en un océano de pliegues de tela, lejos de la superficie en la que brillan las reflexiones conscientes que tanto me asustan, la realidad se desvanece y se hace sueño.

Inevitablemente, el despertador tira del tapón y el mar entero se va por el desagüe. Vuelvo a ser un saco de órganos sobre una cama apenas deshecha, con tantas dudas como miedos.

Thursday, November 29, 2012

Avanzando

Algunas mañanas, al despertarme, tengo la sensación de que el nuevo día que asoma entre las sábanas es un mundo entero lleno de oportunidades; que cada segundo -desde los más lentos, desperezándome sobre el colchón, hasta los que escapan con prisa cuando me doy cuenta de lo tarde que llego- me puede abrir la puerta a una nueva dimensión, una realidad diferente a la que me tocaba vivir por inercia. Días en los que el destino se borra con la maravillosa magia del azar, haciendo que todo sea posible. Soñar es más fácil; reír, más contagioso. Incluso parece haber más luz.

Hay otros días, sin embargo, en que el tiempo se vuelve mecánico -no pegajoso ni ligero, sino puramente teórico y estricto- y empaña las emociones, las encierra en un marco inmóvil y las almacena como si fuesen objetos mundanos, carentes de valor. Esos días siento el hastío de la rutina, el desgaste de la mediocridad acechando en cada esquina. Los sueños se colapsan y dejan de tener sentido, y para intentar evitarlo busco agarrarme a ideas, conceptos que marcan una especie de filosofía que poco a poco he ido haciendo mía. Y personas, también me aferro a las personas. Porque, seamos sinceros, ¿qué mejor punto de apoyo para un viaje que alguien dispuesto a cambiar tanto como uno mismo? Aunque claro, luego siempre puedes cometer el error de arrastrar contigo la idea de una persona que -a pesar de que te empeñas en llevar contigo cueste lo que cueste- hace tiempo que siguió su camino. Porque si algo tenemos las personas es que cambiamos constantemente, y es terriblemente tentador pensar que nuestro círculo personal es tan estático como el tiempo de los días grises, para dar a nuestra vida un halo de estabilidad que nos hace sentir a salvo. Pero la verdadera estabilidad no puede venir de fuera. 

Y ya que hablamos de estabilidad, es preciso plantearse si esta es siquiera necesaria. Al fin y al cabo, la vida es un constante fluir de imágenes, situaciones y emociones que nunca podrán repetirse en las mismas circunstancias (dramas de vivir en un tiempo de flujo unidireccional), e intentar hacerlas durar más de lo que está en su naturaleza es forzar las cosas demasiado. Tal vez todo fuese más fácil si nos convenciésemos de que la gente cambia inevitablemente, y que el truco es estar juntos mientras se produce ese cambio, vivir experiencias junto a esas personas que ahora son nuestro punto de apoyo y crecer junto a ellas, no cargar con un peso muerto ni ser llevado corriente abajo. Disfrutar del momento (el carpe diem por todos conocido) y valorar el desapego de una base sólida, la libertad que se siente ante una dependencia relativa. 

Pero da miedo alejarse de las personas que ahora nos importan. Porque cuanto más tiempo pasamos lejos de ellas, más nos perdemos todos esos segundos -mecánicos o ligeros, da lo mismo- que nos van moldeando como el agua del río a su cauce. Tomamos formas diferentes, somos cincelados por los vientos de la vida y por las experiencias, y puede que al llegar el día en que volvemos a vernos seamos tan diferentes a lo que un día fuimos que esa persona que antes era la mitad de tu mundo haya quedado excluida de él. Por supuesto que da miedo, y tiene que darlo, porque es algo tan real como el continuo caminar de las agujas del reloj. Pero no queda otra que aprender a disfrutar de esa incertidumbre, así como sonreímos al pasar del tiempo sin saber hasta cuando podremos contar con él. Es el gran misterio de la vida, que ni es destino ni es azar; es un constante horizonte que nos obliga a seguir avanzando.

Saturday, November 3, 2012

La esperanza es lo último que...

Esta mañana ha llovido de nuevo. Ahora, las -todavía intensamente verdes- hojas del árbol que me saluda tras la ventana están cubiertas de pequeñas manchas de agua, espolvoreadas sin orden ni intención. Pero si me quedo mirándolas, veo que no todas han tenido la misma suerte; algunas brillan, ebrias de humedad y de vida, mientras otras -las que se escondían en medio del ramaje, a cubierto del viento y del agua- parecen fantasmas verdes mate, secas y sucias por el polvo de la gran ciudad, mirando hacia abajo como si pensaran en saltar. Es inevitable establecer la relación con lo que acabo de leer.

Lo reconozco, pude haberlo leído antes. Tal vez, incluso haber comentado algo cuando aún no se había cerrado la oportunidad. No habría servido de nada, supongo. ¿O sí? ¿Sirve de algo que un completo desconocido te diga que la esperanza no debe perderse nunca, como si una frase tan desgastada fuese a tener, en sus desinteresadas palabras, una acogida diferente? No puedo saberlo, al igual que no puedo saber absolutamente nada de lo que piensa el resto del mundo. Pero puedo imaginar que, por analogía con lo que a mí me sucedió, sea cierto. El desinterés puede mover montañas. Y en el fondo, cuanto más lo pienso más cierto me parece: porque vivimos en un mundo cuyo motor principal es el interés, tanto laboral y económico como emocional y social. El interés mueve nuestros actos y nos propone metas, nos empuja a ser agradables, buenos y educados, nos erige como personas civilizadas capaces de perseguir una vida plena. El interés es necesario para vivir, pero, ¿y si el desinterés fuese la clave para vivir juntos?

Recuerdo la noche de mi graduación como una de las más extrañas de mi vida, aunque más que por la noche en sí es por la madrugada que la siguió (aunque algunos digan que no fue de madrugada, sino por la mañana, porque había sol). Mi cabeza estaba llena de intereses -tanto míos como de otros- luchando por vencerse unos a otros y tomar las riendas de mi futuro. No sabía qué hacer, como seguí sin saberlo durante mucho tiempo después. Pero las palabras de un desconocido hicieron revivir lo que hacía mucho que había perdido: las ganas de encontrarme. No fue un discurso grandioso ni una labia asombrosa lo que lo consiguió -porque hablamos de una discusión teñida por el alcohol y la depresión postfiesta- sino el desinterés de sus consejos, la falta de una meta en sus ideas. ¿Qué movía a aquel desconocido a perder su tiempo en un diálogo sin sentido ni dirección? Absolutamente nada, o por lo menos nada que pudiese suponer un interés para él o para su mundo. Y por eso le di la importancia que tuvo y tendrá.

Su desinterés hizo que todo lo que salía de su boca tuviese más verdad, no por ser un saber objetivo -que no lo era- sino por su pureza de intención, de manera que no había forma de escapar a su sentido. Cuando te hablan de la vida de forma tan real no hay lugar donde esconderse, no queda otra que escuchar, pensar, y responder con el mismo desinterés que has recibido. No te queda otra que comprender la necesidad de encontrarte, de buscar tus intereses con conciencia, adecuándolos a tus ideas y esperanzas de futuro; de revitalizarte y planear nuevos caminos, sin conformarte con lo que habías pensado hasta el momento.

Estoy escribiendo demasiado en clave, y lo siento porque seguramente no entenderás nada de esto. Lo único que espero es que este FINAL no suponga el cese de la búsqueda, que no te estanques en lo gris del presente, porque aunque no llueva sobre todas las hojas por igual, la savia siempre encuentra el camino hacia las hojas olvidadas. Te debo más de lo que pensaba, aunque nada tenga ningún propósito -o, mejor dicho, gracias a ello-, y aunque sea en parte interesado -por el interés del agradecimiento-, quiero decirte con todo el desinterés del mundo que la esperanza es lo último que se pierde.

Thursday, October 25, 2012

La lluvia en Madrid

Ver llover, en Madrid, es más bonito. Es difícil saber por qué, si por necesidad de ver de nuevo un cielo gris que me transporte al pasado, al norte del que vengo, o por deseo de sentir el frío que traen las gotas consigo, arrancado de lo más alto del cielo, donde tiritan las nubes. Puede que incluso no sea Madrid, que lo bonito de esta lluvia sea el tiempo, y no el espacio; un tiempo cargado de cambios, de incertidumbres, de libertad y de vacío, tan variable que casi parece infinito. Desconozco el porqué, pero tampoco lo busco. Abro mis ojos y la imagen que recibo del mundo, recortada como por un marco de fotos con forma de ventana, me muestra un árbol temblando de frío, sacudiéndose el agua de encima en cada hoja que -a pesar de lo entrado del otoño- sigue verde y viva. Y tras el árbol, la rojiza fachada de un hotel abandonado, de soñolientos cristales a mitad velados por persianas descoloridas y llenas del polvo de los años. A decir verdad, apenas veo el cielo; solamente la esquina superior del cristal lo introduce -recortado entre dos edificios- como un entrante de mar rodeado de agresivos gigantes de cemento. Y sin embargo siento su presencia en cada partícula de aire que respiro, veo su manto gris reflejado en los oscuros cristales del hotel abandonado, y huelo la humedad que ha pintado en el viento.

Como suele ocurrir, al no querer pensarlo lo pienso. Lo bonito de la lluvia en Madrid es que dibuja límites en el suelo, escribe fronteras ensombrecidas en las calles y llena el espacio de tal forma que me hace sentir amenazado. Amenazado, pero no vulnerable, porque la lluvia conoce bien sus dominios y no busca adentrarse más alla; sentado tras la ventana, en mi habitación, estoy seguro. Y es esa sensación de seguridad la que transforma un momento gris en bonito, porque me hace sentir en casa. Viendo el cielo arrojar su furia sobre Madrid, olvido que estoy solo en una gran ciudad, en mitad de un camino lleno de responsabilidades y deberes, rodeado de compromisos y problemas a los que no encuentro ninguna solución. Olvido que el mundo es enorme, tan grande que da pánico imaginarlo, y que hay millones de personas a las que me perderé a lo largo de la vida, a las que tal vez estoy perdiendo mientras escribo estas líneas. Olvido el tiempo y olvido el espacio, porque lo más bonito de la lluvia en Madrid es que disuelve la realidad y la condena a unos minutos de pausa, en los que solamente existe una habitación con vistas al mar que cae desde el cielo.

Sunday, October 7, 2012

Beautiful eyes

If it's drama you want, then look no further.

De un momento a otro la vida te puede cambiar por completo. Aunque tal vez sea más correcto decir que de un momento a otro puedes ser catapultado al pasado de forma tan eficaz, tan honda, que parece imposible pensar que jamás saliste de él. Escuchar en tu cabeza canciones a medias, olvidadas por los años -como trozos de tela sobrante perdidos en un cajón de sastre-, volviendo a sonar -frescas, nuevas- con la misma ilusión, la misma emoción que entonces te embargaba. Y te sientas frente a ese mundo virgen y fecundo, un páramo sin explorar compuesto de teclas blancas y negras, y empiezas a tocar. Y creas, destruyes, mezclas y separas; alquimia pura, casi magia.

¿Por qué nos cuesta tanto decir adiós? Al fin y al cabo, es lo único seguro en esta vida; tenemos la certeza de que hay que decir adiós. Adiós a las personas, las historias, los sentimientos, las ilusiones y, por qué no, adiós al que fuimos y nunca volveremos a ser. Debemos de tener algo de autodestructivo escrito en los genes, una espina masoquista que nos empuja a buscar el dolor del recuerdo, en una trepidante batalla por revivir aquello que un día fue nuestra vida, nuestro "yo" más inalterable -o eso creíamos-, sin pensar por un momento que tal vez la contienda resulte fatal. Porque volvemos a un estado que no nos pertenece, y sufrimos doblemente: en primer lugar, la realidad nos golpea de frente al darnos cuenta de que -a riesgo de sonar típico- nada volverá a ser como antes, y una vez superado ese paso el dolor persiste, pues aquel sentimiento que intentamos recordar se aferra a un clavo ardiendo -siendo ese clavo la memoria- y nos devuelve la sensación de antaño, pero esta vez sin el edulcorante de la esperanza, simple y verdadero, sin compasión.

No hay nada que hacer. La batalla estaba perdida antes de haber sido planteada, antes incluso de existir motivos ni personas que los buscan. Llegará el momento de nuevo en que te enfrentes a sus ojos y tu corazón comience a latir desbocado, sin razón alguna, agotado todo atisbo de lógica, y entonces sólo quedará la opción de saborear -como quien mira, hechizado, el humo de un cigarro bailar con el aire- cada segundo extraído del pasado, y sonreír con la primera vez que alguien te dijo que ojos más bonitos tienes.